Ya golpeas con tu mano firme la puerta de salida. Te vas tan rápido que casi no me doy cuenta de tu agonía. Mueres como un río que desemboca en un mar de luces de colores, entre notas de verbena y charanga, mezclado con ron y confeti. Te marchas, eso sí, con todo tu esplendor, y dejando en mí momentos para siempre.
Serás recordado por tu nacimiento, que coincide con mi cumpleaños: un buen comienzo acompañado, literalmente, por todos los míos. Viviré siempre en el escenario del Lope, con la garganta destrozada y el corazón ardiendo de nervios; brindo ahora por la locura de Villarrobledo, por la romería de mi pueblo postizo, por el bochornoso clima de Brasil, por las ganas de ti, por la cala secreta del Cabo de San Vicente, por la canción inventada de Carrascalejos, por los “mini campamentos” de Caparica, o los conciertos grandes en una pequeña cocina roja, plateada y negra. Alzo mi vaso a favor de seguir haciendo región, de recorrer cada albergue con mis niños, de los retornos a Mérida para vivir la euforia de cada reencuentro, de volver a casa cada tarde.
Te quedan pocas horas de existencia, y te despido con la tranquilidad que me da la sensación de no necesitar nada material, cosa ésta que no recuerdo haber sentido antes. Tengo la certeza de no desear nada inalcanzable, y te digo adiós con la energía que me da saber que has sido mejor que el anterior.
Brindo contigo por ello, Ana.