jueves, 30 de diciembre de 2010

Sólo Ana



Ya golpeas con tu mano firme la puerta de salida. Te vas tan rápido que casi no me doy cuenta de tu agonía. Mueres como un río que desemboca en un mar de luces de colores, entre notas de verbena y charanga, mezclado con ron y confeti. Te marchas, eso sí, con todo tu esplendor, y dejando en mí momentos para siempre.
Serás recordado por tu nacimiento, que coincide con mi cumpleaños: un buen comienzo acompañado, literalmente, por todos los míos. Viviré siempre en el escenario del Lope, con la garganta destrozada y el corazón ardiendo de nervios; brindo ahora por la locura de Villarrobledo, por la romería de mi pueblo postizo, por el bochornoso clima de Brasil, por las ganas de ti, por la cala secreta del Cabo de San Vicente, por la canción inventada de Carrascalejos, por los “mini campamentos” de Caparica, o los conciertos grandes en una pequeña cocina roja, plateada y negra. Alzo mi vaso a favor de seguir haciendo región, de recorrer cada albergue con mis niños, de los retornos a Mérida para vivir la euforia de cada reencuentro, de volver a casa cada tarde.
Te quedan pocas horas de existencia, y te despido con la tranquilidad que me da la sensación de no necesitar nada material, cosa ésta que no recuerdo haber sentido antes. Tengo la certeza de no desear nada inalcanzable, y te digo adiós con la energía que me da saber que has sido mejor que el anterior.

El único regalo que escribiría en una carta dirigida a Oriente, sería que Ana volviera cuanto antes a casa, para que pueda convertirse en “doña Pico”, para que su sonrisa llena de dientes vuelva a brillar. Es lo único que realmente necesito.
Estoy convencido de su regreso, de su abrazo sincero, de su fuerza vital. Lo demás, será un mal sueño del que poder luego limpiarse el sudor.
Brindo contigo por ello, Ana.

martes, 14 de diciembre de 2010

Morente al cuadrado





Tuve la suerte de cruzarme una vez en mi vida con él. Vestido con su traje y corbata negros, aguardaba paciente arrinconado, en un lado del vomitorio derecho del teatro romano de Mérida. Yo me encontraba a dos metros de él y se acercó. Me preguntó si podía adelantarse un poco para ver el espectáculo. ¿Me está pidiendo permiso? ¿Él? Pensé. Obviamente, le dejé posicionarse donde quería. Allí, callado, respetuoso, observó la parte en la que Estrella actuaba en solitario. Ese simple hecho me cautivó en él. Le delató como un ser educado, amable y sencillo.
No conocí mucho del trabajo de Enrique Morente, pero dicen de él, que era un ser culto y adelantado a todos los tiempos; comentan que "partió el flamenco", que jugó con el cante como un niño que adora a su juguete más preciado, con respeto, desde la valentía y hasta donde solo él quiso llegar.
Su hija sin embargo me hechizó desde el primer instante, y por ella fue que indagué más sobre él. Ella, días antes de aquella gala de la que tuve el privilegio inolvidable de formar parte, se relajaba con un cante y un palmeo en familia, sentada en las gradas desiertas del teatro. La gente alrededor sacaba sus móviles para fotografiarla. Yo me guardé de hacer lo propio, no por respeto, ni por vergüenza… No saqué mi móvil porque sencillamente era un momento único, y no quería perderme ni un segundo de aquella voz, de aquella mirada relajada, entre amigos.

Ellos dos fueron el broche perfecto para un verano perfecto. Uno de ellos, nos ha dejado esta tarde. Nada más conocer su marcha, toda la sangre se ha dirigido al rincón del cerebro donde tenía escondido aquel “¿Puedo “asercarme” un poquito…?”
Por supuesto, Morente.