viernes, 29 de abril de 2011

La batalla cotidiana

Es curioso esto del tiempo. Me refiero al meteorológico. Hace unas semanas el sol hizo resplandecer la primavera, como si ésta quisiera responder al papel protagonista que un festival pequeñito, que se celebra en un pueblo grande, le otorga todos los años justo a la entrada de esa semana que llaman “santa”. Justo cuando este festival se fue, el plomizo del cielo hizo su entrada derrotista, y nos acompañó hacia el este. Quisimos evitarlo llegando hasta el mar, recorriendo el país de oeste a este. Pero al tocar costa, su corte de nubes negras nos esperaba para saludarnos. Y para quedarse.

Pocos días después, tras volver a la rutina, de nuevo el sol hizo acto de presencia. Con sus rayos tan desplegados, comenzó a abrasar todo lo que encontró a su paso, y el calor volvió a colocarnos las camisetas de manga corta.

Esta tarde, al volver de la piscina, la nueva cortina de nube negra volvía a asomarse a las puertas de la ciudad, avisando ya de su reserva para dos días por estas tierras. Avisando de que siguen aquí, aunque el sol se empeñe en desterrarlas. Se ve que les gustan los fines de semana.

A pesar de su gran acoso, lo que las nubes no saben, es que hoy me he levantado dando un salto mortal. Me he puesto en guardia para enfrentarme a ellas, y no veo el día en que me coloque en medio de un gran prado verde, inmenso, repleto de hierba, y sin nadie en mil kilómetros a la redonda. Ardo como el sol por levantar la cara con la boca abierta, superado por cielo abierto sobre mi cabeza, con la tormenta arrojando lluvia recia y yo estirando los brazos de manera horizontal. Hará viento, pero mis pies no dejarán que me caiga. Esta vez no.

En la tempestad, tendré que ser el rayo. En el desierto, seré la arena. Navegando en alta mar, me convertiré en espuma.

Tras la fiera acometida, en la sombra de un árbol, seré la brisa que lo acaricie.