miércoles, 13 de junio de 2012

Llegando a puerto

Me dolía la cabeza. Una jaqueca infernal saturaba mis tímpanos casi todas las noches. Los párpados presionaban como esferas de acero mis globos oculares y la imposibilidad de dormir envenenaba mi saliva, que emanaba un pútrido aliento con sabor a muerte lenta. Las dunas de mi cuerpo se iban tornando yermas, al compás mortecino de las horas vacías en aquel limbo para tarados. El escozor se incrustaba en cada poro y aunque mis uñas se llenaban de llagas para sofocarlo, era inútil.
La nariz me sangraba con frecuencia, con la misma facilidad con la que los gérmenes se adherían al intestino. Caminaba por la sala de descanso entre arcadas. La mayor parte de mis desgraciados compañeros eran viejos con un olor insoportable. Me miraban de arriba abajo preguntándose entre las nieblas de su razón qué hacía una niñita como yo en aquel vertedero humano.
De aquellos años, lo que más recuerdo es la conversión. A la hora de dormir, cuando las luces se apagaban, comenzaba el baile sobre la cuerda que separaba la realidad de lo onírico, embadurnada en líquido amniótico. Florita renacía en cada pesadilla; me susurraba al oído abrazada a mi torso y tras un grito ahogado penetraba en las arenas movedizas de mi piel. Una vez dentro, hacía estallar mis huesos y el sudor inundaba mis sentidos hasta hacerme incorporar de súbito. Lola estaba siempre a mi lado. Me cuidaba mejor que aquellos adefesios vestidos de blanco. En cierto modo, quise a mi prima y el horizonte de mi cometido jugaba en ocasiones a disfrazarse de mar y cielo.
Cada noche moría un poco. Sin embargo, Florita crecía con premura, con la energía de cien tempestades y la insolencia de la niñez cortando mi alma sin designar, abriéndose un camino sin retorno hacia el cerebro.

Una mañana calurosa de agosto, observé desde mi habitación aislada cómo mi prima Lola abandonaba el hospital junto a unos desconocidos. Desde entonces no he vuelto a verla. Llevo años buscándola, estoy cansada y si este condenado barco no llega pronto a su destino, voy a convertirme en una rata más de las que corretean cada día por cubierta.

sábado, 9 de junio de 2012

El primer viaje

Me dio mucho asco que aquella vieja me tocara con su mano centenaria. No parecía muy contenta de verme y no había terminado de pronunciar de nuevo el nombre de Florita cuando cerré la puerta de golpe. Recuerdo que deseé con todas mis fuerzas que mis señores me hubieran ordenado ejecutar al servicio. Me habría costado mucho menos terminar con ellos que con mi flor de un día. Florita no solamente seguía a mi lado; estaba incrustada en el centro de mi ser.
De camino mis párpados se rendían tras la noche en durmevela, pero el crepitar del carruaje me mantenía despierta. Medité sobre mi plan impuesto y la necesidad de llegar a un atajo directo al hospital para enfermos mentales, donde recientemente había ingresado a mi prima Lola. Escuché en el barrio que andaba por las calles hablando de manera extraña, haciéndose llamar con otros nombres hasta sepultar su propia identidad en las profundidades más burdas de la locura. Pobre. Debía ir a verla pero necesitaba una excusa que encontré en el escozor, en los bichos de toda clase, en la permanente obsesión por la limpieza y la pulcritud. A salvo de toda infección. Flemática e hipocondríaca me llamarían poco después.
Solicité una parada en una posada a las afueras de la ciudad para usar el baño. En la entrada, una señora aliviaba su sofoco con ademanes estrambóticos. Le pedí un poco de ungüento para mi supuesto mal. Me lo prestó debatida entre la desgana y el escepticismo. Me dio asco su boca invadida de arrugas, su mirada ignorante y su risa burlona. Miré alrededor mientras me untaba la mezcla. Mis nuevas manos de mujer penetraron en el ungüento y desviando su destino natural, presionaron con fuerza la boca y la nariz de mi única acompañante. Sus ojos de agua me suplicaron piedad y yo recé a los muchos santos que conocía para que alguien escuchara mis aullidos ebrios de enfermedad. Mi cuerpo de muñeca tensó toda su musculatura varios segundos más antes de que la vieja desfalleciera contra el asiento de madera. Al retomar el viaje, miré atrás por última vez y comprobé que los últimos tejados de Nápoles habían sido engullidos por el paisaje.
Algunos días después, cuando los enfermeros me introdujeron en el patio del hospital encadenada bajo una camisa de fuerza, pude girar la cabeza y observar cómo Lola perseguía su chihuahua invisible por toda la estancia.

jueves, 7 de junio de 2012

Buscando a Flora

Recuerdo ahora aquel patio color plata. La noche de luna llena se escondía en cada rincón de la casa. Era domingo y casi todos dormían. Florita y yo habíamos quedado en el pozo. Yo me quedaba aquella noche en su casa con permiso de mi familia, muy cercana a la suya. Todavía recuerdo el ardor que me provocaba estar con ella, tocarla, abrazarnos con nuestros brazos de siete años. El mundo de los adultos nos invadía mientras nosotros nos escondíamos tras las cortinas, engarzados en besos clandestinos e inocentes, inventado canciones y adivinando acertijos. Fue la primera chica que conocí, el primer amor, ese que llaman puro y que todavía hoy, me sigue recordando aromas de albahaca y voces de vecinas.
Recuerdo el momento exacto, los catorce pasos que di hacía su cuerpo diminuto asomado al pozo. Sus pies bailaban en el aire. Tengo grabadas a fuego mis manos “de adulto” sujetando sus piernas y suspendiéndola en el vacío. Ella lloraba de la risa y me miraba al revés, repitiendo nerviosa “¡suéltame venga!”, “¡verás cuando te coja!”…Nunca olvidaré sus ojos temerosos poco rato después, cuando se encontraron con los míos. Se quedó en silencio, su mirada imploraba compasión y la sombra de mi mano se abrió en el suelo del pozo donde los sueños de Florita perecieron. Me quedé un instante observando el fondo. El cuerpo agonizante de mi primer amor se retorcía en la alfombra de su nicho nuevo, yo intentaba recordar una canción que fuera nuestra, para cantarle hasta que se quedara dormida. Pero mi memoria era ya un fantasma. Miré hacia los balcones para asegurarme de que nadie me había visto. Recorrí de vuelta los catorce pasos hasta la cocina. Subí a la habitación asignada y lloré ahogado en la almohada toda la noche.
A la mañana siguiente, me lavé la cara y coloqué mi cabello de la manera más correcta posible. Comprobé mi aliento y bajé a desayunar. Mi vestido estaba perfecto y las perlas de la señora quedaban divinas en mis delicadas manos. Una maleta me esperaba al lado de la puerta. Me recogerían a las 8 en punto y no debía retrasarme. A pesar de mi corta edad, me quedaba mucho trabajo por hacer y si ellos descubrían que era impuntual me sacarían los ojos. El viaje que me esperaba era largo; mi mente comenzó a soñar con una cárcel de mimbre cuando iba bajando las escaleras del portal y una mano arrugada me sujetó el hombro.
-¿Dónde está tu amigo? ¿No baja, Florita?