lunes, 26 de marzo de 2012

La otra lluvia

Hoy, madre, tú y yo recordábamos los septiembres en Valencia, cuando la gota fría sepultaba medio litoral a base de navajas de agua y mis ojos de cinco años brillaban tras el balcón del apartamento.
Hace más de un mes que es primavera a todos los efectos, aunque el calendario creado por el ignorante ser humano no marca lo mismo. Las nubes bailan estos días entre la bruma espesa y casi sofocante. Hoy hacía un calor extraño en la plaza. Los niños correteaban tras una pelota de plástico, sus madres los descamisaban como si fuera un 3 de julio, aunque apagado, sin luz. Un día gris en el horizonte, seco, ausente. Con la hora cambiada, con el paso cambiado.
Resguardados al fondo de un restaurante, hemos comido alrededor de una tabula de cuyo centro salía agua, que brotaba de la tierra con una temperatura superior a la normal. Esta agua es de la poca que debe quedar dentro de esa tierra, dado que las nubes siguen empeñadas en esconder su tesoro líquido.
Sin embargo, otra lluvia arrecia fuera. Es de esa, de la que nos protegemos entre ensaladas de naranja. Esa lluvia que inunda miradas de vacío. Esa lluvia que adormece a la bestia que tenemos dentro, que la resfría, que la envuelve en fiebres de otro tiempo. Esta lluvia dura ya demasiado. Vomita su jugo con la fuerza de aquellas navajas de Valencia, y sin embargo no riega los campos; se entromete en las vidas ajenas, dejando las casas llenas de barro y los bolsillos limpios. Una lluvia que trae tormenta, y que mantiene la electricidad estática, ahogando muñecas y rompiendo lazos.

El secreto para esconderse de ella, es ir de verbena, ahumar la ropa en San Isidro, pasar un fin de semana en Cádiz, o jugar con Julio al balón de Bob Esponja. La mejor manera de guarecerse es ir a un festival a quién sabe qué sitio de Portugal. No importa el sitio, importa el motivo. No importa la compañía, importa la música.
Hay mil trucos para no dejarse empapar por esta otra lluvia: desayunar en Cáceres, comer en Guareña, cenar en Triana. Preparar canciones tras una pecera, competir cada mañana, ignorar contracturas, repartir tareas, enlazar guardainfantes. En lugar de encoger los hombros inútilmente, es mejor seguir la secuencia mágica que sale en todos los cuentos: imaginar, pensar, hablar, cantar, bailar, sentir, vivir. No necesariamente por ese orden.

Somos impermeables porque conocemos ese secreto.

viernes, 9 de marzo de 2012

El sueño de los leones

A las mujeres, a éstas y a todas.
Existe un animal enorme que habita en todas las selvas domésticas. Recorre miles de kilómetros en poco tiempo y se alimenta del espíritu que vive en el lago del bosque, tornado en forma de macho cabrío. Su piel es dura como el mármol y su fuerza inalcanzable. Le roba el sueño a los leones, que huyen despavoridos a su paso, cuando arrasa la maleza hasta transformarla en una alfombra llena de moho, aplastando ilusiones al paso lunar de la negra noche.
El rugido de la fiera espanta a las aves; el infierno de su voz resuena en el centro de la selva por las mañanas, y la gente camina por sus veredas escarpadas; siempre las mismas personas, rutinas andantes al compás del tráfico, jugando entre las luces de los semáforos. Hermanos pequeños agarrados por sus presurosas madres, que ya son de mi edad en su mayoría; decididos
hombres de negro, vacilantes mascotas presas de sus dueños… Encarna tiene ya la tienda abierta, echo de menos sus baguettes recién hechas, que me daban la energía necesaria para enfrentarme a los matorrales, machete en diente. En los próximos meses la “engañaré”, siempre a la hora del desayuno, con María y su atenta mirada cuando llego a la barra y le pido “lo mío”.
A veces camino ensimismado por esa maleza, tan fresca e inexplicablemente primaveral en este invierno, y me acuerdo de la “Mari” y su isla de ébano soñada. Siempre pienso que está bien, como siempre, llorando de la risa, imaginando otras vidas con emoción frente al mismo océano; si llego a un claro del bosque, veo a mi hermana postiza, esperando con paciencia a que se encienda una Candela, para enseñar a leer a la pequeña que crece en su vientre; en otras ocasiones, mientras mis pies me siguen a duras penas, la sangre del corazón se detiene por un instante para pensar en doña Pico, que sigue presa en algún lugar de esta maldita selva injusta, con sus rizos de oro enredados en amianto, luchando constantemente por zafarse, y huir por su vereda hasta el final, hasta ponerse a salvo; cuando el cielo purpurea, el viento desliza una V que huele a romero, y con la brújula de mi bolsillo descontrolada, enciendo un cigarro, y recuerdo a mi abuela.
Una vez, cuando ella ya no recordaba apenas mi cara, la sorprendí intentando enhebrar una aguja invisible con hilo invisible. Me acerqué y le pregunté qué intentaba. Sobresaltada, tiró al suelo la aguja sin querer, y comenzó a buscarla. Cuando recogí la aguja invisible para ponérsela en la mano, me miró directamente a los ojos, y con un gesto de desaprobación me retiró la aguja con un débil “¡Anda ya…!”. Luchó tanto en esta jungla que su memoria la abandonó. Mi madre, su hija, me roba todos los días unos minutos, para aleccionarme acerca de todas las barreras que el animal del bosque le ha hecho superar hasta el momento; mi hermana, la de verdad, ha tomado muchos caminos en este laberinto natural, en algún momento perdimos contacto por radio y ahora tiene otro machete en sus dientes, y me acompaña más que nunca apartando la hojarasca.
Por fin llego al refugio. Hay leña suficiente para toda la noche, y el monstruo de ahí afuera no me podrá encontrar aquí. Con las brasas de la chimenea, iré trazando las iniciales de todas las mujeres que conozco, para celebrar su día. Con el movimiento lento y pausado del recuerdo, nunca se apagarán…