Hoy, madre, tú y yo recordábamos los septiembres en Valencia, cuando la gota fría sepultaba medio litoral a base de navajas de agua y mis ojos de cinco años brillaban tras el balcón del apartamento.
Hace más de un mes que es primavera a todos los efectos, aunque el calendario creado por el ignorante ser humano no marca lo mismo. Las nubes bailan estos días entre la bruma espesa y casi sofocante. Hoy hacía un calor extraño en la plaza. Los niños correteaban tras una pelota de plástico, sus madres los descamisaban como si fuera un 3 de julio, aunque apagado, sin luz. Un día gris en el horizonte, seco, ausente. Con la hora cambiada, con el paso cambiado.
Resguardados al fondo de un restaurante, hemos comido alrededor de una tabula de cuyo centro salía agua, que brotaba de la tierra con una temperatura superior a la normal. Esta agua es de la poca que debe quedar dentro de esa tierra, dado que las nubes siguen empeñadas en esconder su tesoro líquido.
Sin embargo, otra lluvia arrecia fuera. Es de esa, de la que nos protegemos entre ensaladas de naranja. Esa lluvia que inunda miradas de vacío. Esa lluvia que adormece a la bestia que tenemos dentro, que la resfría, que la envuelve en fiebres de otro tiempo. Esta lluvia dura ya demasiado. Vomita su jugo con la fuerza de aquellas navajas de Valencia, y sin embargo no riega los campos; se entromete en las vidas ajenas, dejando las casas llenas de barro y los bolsillos limpios. Una lluvia que trae tormenta, y que mantiene la electricidad estática, ahogando muñecas y rompiendo lazos.
El secreto para esconderse de ella, es ir de verbena, ahumar la ropa en San Isidro, pasar un fin de semana en Cádiz, o jugar con Julio al balón de Bob Esponja. La mejor manera de guarecerse es ir a un festival a quién sabe qué sitio de Portugal. No importa el sitio, importa el motivo. No importa la compañía, importa la música.
Hay mil trucos para no dejarse empapar por esta otra lluvia: desayunar en Cáceres, comer en Guareña, cenar en Triana. Preparar canciones tras una pecera, competir cada mañana, ignorar contracturas, repartir tareas, enlazar guardainfantes. En lugar de encoger los hombros inútilmente, es mejor seguir la secuencia mágica que sale en todos los cuentos: imaginar, pensar, hablar, cantar, bailar, sentir, vivir. No necesariamente por ese orden.
Somos impermeables porque conocemos ese secreto.
Hace más de un mes que es primavera a todos los efectos, aunque el calendario creado por el ignorante ser humano no marca lo mismo. Las nubes bailan estos días entre la bruma espesa y casi sofocante. Hoy hacía un calor extraño en la plaza. Los niños correteaban tras una pelota de plástico, sus madres los descamisaban como si fuera un 3 de julio, aunque apagado, sin luz. Un día gris en el horizonte, seco, ausente. Con la hora cambiada, con el paso cambiado.
Resguardados al fondo de un restaurante, hemos comido alrededor de una tabula de cuyo centro salía agua, que brotaba de la tierra con una temperatura superior a la normal. Esta agua es de la poca que debe quedar dentro de esa tierra, dado que las nubes siguen empeñadas en esconder su tesoro líquido.
Sin embargo, otra lluvia arrecia fuera. Es de esa, de la que nos protegemos entre ensaladas de naranja. Esa lluvia que inunda miradas de vacío. Esa lluvia que adormece a la bestia que tenemos dentro, que la resfría, que la envuelve en fiebres de otro tiempo. Esta lluvia dura ya demasiado. Vomita su jugo con la fuerza de aquellas navajas de Valencia, y sin embargo no riega los campos; se entromete en las vidas ajenas, dejando las casas llenas de barro y los bolsillos limpios. Una lluvia que trae tormenta, y que mantiene la electricidad estática, ahogando muñecas y rompiendo lazos.
El secreto para esconderse de ella, es ir de verbena, ahumar la ropa en San Isidro, pasar un fin de semana en Cádiz, o jugar con Julio al balón de Bob Esponja. La mejor manera de guarecerse es ir a un festival a quién sabe qué sitio de Portugal. No importa el sitio, importa el motivo. No importa la compañía, importa la música.
Hay mil trucos para no dejarse empapar por esta otra lluvia: desayunar en Cáceres, comer en Guareña, cenar en Triana. Preparar canciones tras una pecera, competir cada mañana, ignorar contracturas, repartir tareas, enlazar guardainfantes. En lugar de encoger los hombros inútilmente, es mejor seguir la secuencia mágica que sale en todos los cuentos: imaginar, pensar, hablar, cantar, bailar, sentir, vivir. No necesariamente por ese orden.
Somos impermeables porque conocemos ese secreto.