Fue
de súbito su marcha. Como un infarto. Como un espasmo del cuerpo posicionado en
pino puente con una cuerda invisible amarrada al ombligo. Tirando hacia arriba
con una rabia insolente, como queriendo arrancar de la tierra fértil el fruto,
todavía verde y seco. La carne roja se confundió con la blancura hipócrita
napolitana, siendo los recuerdos los primeros en tomar posiciones, mientras las
ideas permanecían en la retaguardia, escondidas en la tienda de campaña como un
rey cobarde que no avanza junto a su ejército.
Después
llegó el sudor. Cada gota se llevaba un trocito de célula muerta, confundida
con agua de lluvia que iba baldeando el talco al mismo ritmo que las horas ahuecaban
el sofá. Tumbado noté los pulmones presionados hacia dentro. El monstruo
aferrado a la columna vertebral fue cruzando hasta el tórax, convirtiendo en
cristal cada hueso; instauró heridas que provocaba a su paso por el cuerpo,
atravesándolo sin descanso, desgarrando las venas centímetro a centímetro. Me susurró
al oído frases en un idioma desconocido. Fue su forma de despedirse. Sin
protocolos. Imponente su rostro. Impotentes mis músculos. Cierto día, las yemas de sus dedos unidas a las mías
quebraron la huella digital compartida al tirar fuerte hacia ninguna parte.
Su
aura permaneció a mi lado un poco más. Le apresaba la nostalgia inútil, su
miedo profundo a una muerte que acontecería sin siquiera haber nacido. Rota
quedó en su silencio, dormida para siempre entre cuatro paredes de una galera
oscura, ya huérfana de aplausos, sin haber podido ejecutar su cometido. Sin
legado. Sin historia. Sin Flora.
Yo
recogí sus tacones de mi muslo sangrante. Guardé el maquillaje, las medias, las
perlas tristemente unidas para siempre, los sueños de tela y mimbre. Organicé
todo para su entierro, sin tener la oportunidad para darle
nacimiento.
Ahora voy dando saltos por los charcos para romper el espejo del cielo. Y ella, yace desnuda en su "cama-tumba", con los labios desteñidos y
la fusta inerte.