Hace más de diez años que acudí por primera vez a la Nava de Santiago. Había quedado con gente extraña, en un pueblo extraño para hacer con ellos un viaje extraño, nuevo. Las calles estaban vacías, hacía un sol radiante y sólo un par de coches estaban aparcados en la alargada calle donde se encontraba el "punto", lugar de la reunión. Tras ese viaje, la gente que me acompañó dejó de ser extraña, y el pueblo también.
Su cielo, enclavado en medio de una meseta mitad verde, mitad marrón chocolate, es azul como una primavera de Romería, llena de sonrisas de acogida y pañuelos blancos que danzan al aire de los canticos, regenerando el alma hasta desnudarla de alegría. Este pueblo me sabe a carne con tomate, a "multifútbol" en el bar, a segundos padres. En mis manos noto su tacto arrugado de ancianos sabios, de sabiduría de aceite de oliva; siento en mi piel su brisa suave, que es un aliento continuo en la nuca: siempre vigilante, siempre animando a avanzar. Por las fachadas blancas de sus casas suenan canciones de guitarra, que se mezclan con el estruendo de risas rotundas, largas, de esas que te provocan dolor de estómago. Todavía hoy, sus calles siguen evocando en el recuerdo momentos de cielo abierto y de tormenta, épocas de ausencias y amores intermitentes (como decía el dramaturgo Jacinto Benavente: los más perdurables); y los aromas que se me mezclan en el campo que lo arropa, son una composición perfecta de "Agua de Rocío", espigas de trigo doradas, y silencio.
Alguien me dijo en un bar hace mucho tiempo, que "cuando visitas un lugar, no puedes valorarlo por sus monumentos, ya que los edificios, por muy milenarios que sean, no hablan. Hay que ir a los bares, que es donde está la gente. Sabiendo como sienten, conoces de verdad ese lugar". La Nava me lo ha dado todo, y nunca me ha quitado nada. Y jamás me he sentido tan orgulloso de mí mismo, ni tan afortunado como cuando terminó aquel primer viaje extraño, con gente extraña, que nunca más volvió a serlo. Porque a pesar de haber nacido en otro sitio, siempre me hicieron sentir en casa.