En el camino que lleva al final de octubre, tuve ayer que renunciar a pasar por unas montañas que aparecieron al frente. Eran montañas extrañas, llenas de objetos raros y luminosos. Al instante, decidí dar un rodeo y cambiar la hoja de ruta.
Los cambios vitales dan miedo. Algunos objetivos que un día te marcas, se nublan en un momento dado, perdiendo la perfección de su silueta. Esa es una conclusión fácil de sentir, pero muy difícil de asumir.
La cosa se complica si, además, esos cambios llegan por sorpresa; es mal asunto escalar un pico y estar casi en la cima, cuando de pronto una gran tormenta de nieve te da la bienvenida.
Pensar en un montaña entonces, llena de guitarras rotas, desde la que confirmar al mundo tu más interno y directo “yo”, es una primera reacción que en este momento no alcanzo todavía a descifrar. Primero porque es una imagen bella, dramáticamente bella, y sincera con mi espejo. Pero, en segundo lugar, su significado triste y frustrante me hace tambalear en la escalada. El pico metálico de la bota no ha entrado bien en el hielo, y sufro un resbalón que congela las venas.
El efecto de este cruce de sensaciones tan enérgicamente diferentes puede llegar a provocar un alud en una montaña, rompiendo en mil pedazos el silencio, y arrastrándolo hasta la profundidad más sorda y fría.
Sin embargo, respirar hondo y mirar arriba es la primera reacción. Parar. Hacer movimientos lentos mientras escuchas tu propia respiración, como única compañía, e insertar con fuerza el clavo. Después, una mano llegará a alargarse hasta la pared.
Y por último, el impulso.
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