sábado, 22 de mayo de 2010

La Nava con los cinco sentidos

Hace más de diez años que acudí por primera vez a la Nava de Santiago. Había quedado con gente extraña, en un pueblo extraño para hacer con ellos un viaje extraño, nuevo. Las calles estaban vacías, hacía un sol radiante y sólo un par de coches estaban aparcados en la alargada calle donde se encontraba el "punto", lugar de la reunión. Tras ese viaje, la gente que me acompañó dejó de ser extraña, y el pueblo también.
Su cielo, enclavado en medio de una meseta mitad verde, mitad marrón chocolate, es azul como una primavera de Romería, llena de sonrisas de acogida y pañuelos blancos que danzan al aire de los canticos, regenerando el alma hasta desnudarla de alegría. Este pueblo me sabe a carne con tomate, a "multifútbol" en el bar, a segundos padres. En mis manos noto su tacto arrugado de ancianos sabios, de sabiduría de aceite de oliva; siento en mi piel su brisa suave, que es un aliento continuo en la nuca: siempre vigilante, siempre animando a avanzar. Por las fachadas blancas de sus casas suenan canciones de guitarra, que se mezclan con el estruendo de risas rotundas, largas, de esas que te provocan dolor de estómago. Todavía hoy, sus calles siguen evocando en el recuerdo momentos de cielo abierto y de tormenta, épocas de ausencias y amores intermitentes (como decía el dramaturgo Jacinto Benavente: los más perdurables); y los aromas que se me mezclan en el campo que lo arropa, son una composición perfecta de "Agua de Rocío", espigas de trigo doradas, y silencio.
Alguien me dijo en un bar hace mucho tiempo, que "cuando visitas un lugar, no puedes valorarlo por sus monumentos, ya que los edificios, por muy milenarios que sean, no hablan. Hay que ir a los bares, que es donde está la gente. Sabiendo como sienten, conoces de verdad ese lugar". La Nava me lo ha dado todo, y nunca me ha quitado nada. Y jamás me he sentido tan orgulloso de mí mismo, ni tan afortunado como cuando terminó aquel primer viaje extraño, con gente extraña, que nunca más volvió a serlo. Porque a pesar de haber nacido en otro sitio, siempre me hicieron sentir en casa.

miércoles, 19 de mayo de 2010

La veleta en el viento
















Tiene los ojos siempre llorosos y un color amarillento oscuro en los globos oculares. La voz le tiembla al hablar y da pasos lentos, aunque yo los veo firmes. Se le ve cansado de vivir, pero su raza le empuja al cielo de los imposibles, donde acaricia sus mejillas el viento tranquilizante, que le desvela secretos por la noche, en plena madrugada para que nadie los escuche.
Se escapa de sus pulmones un aliento vacío de deseos, pero el aire que entra a través de la ventana abierta le hace conformarse con levantarse cada mañana. Ya es un avance, dadas las circunstancias.
Cuando camina por la calle se fija en el resto de pupilas clavadas en sus pies, y puede observar cómo cada una de ellas asciende hasta su misma mirada, y ahí, se esfuman. Giran rápidamente hacia cualquier parte, desaparecen para siempre, y él lo sabe. Sabe que esas pupilas no pasarán nunca de la primera impresión, jamás volverán...a no ser que él las busque. Precisamente esa sensación es lo que le ha llevado a caminar, para de esa forma, poder herirla de muerte. Por eso se levanta cada mañana. Ya es un avance, se repite. Vuelve, se queda, llora un poco y sigue adelante. Desnuda su alma enclavada en la nostalgia porque le ha comprado ropa nueva, y quiere que se la pruebe.
Sabe que sus pasos le hacen avanzar, y acoge la desesperante lentitud de la vida con calma, olvidando la angustia de la noche anterior, la jodienda del desvelo y el pavor que le provoca el insomnio, que le espera fiel en su cama.
Ahora sabe que está en un lugar, que le rodean pupilas que no se marchan a la primera. Y para mí que va a quedarse. Entre todas esas pupilas, seguramente construyan un muro de suerte para él. Un muro indestructible. Sólido.
Quedarse es un avance, se dice. No abandonar. Avanzar.
Siempre.

lunes, 17 de mayo de 2010

Historias pasadas, causas presentes




En una casita del campo, vivían un joven matrimonio, el abuelo, padre del esposo y un niño de cuatro años. Todos los días, la familia al completo se sentaba en el comedor para disfrutar de suculentos manjares, y la armonía sólo se interrumpía cuando el anciano sentado a la mesa, dejaba caer una cuchara, vertía el tazón de leche o rompía algún plato; todo ello a causa de su avanzada edad, que hacía que su vista estuviera cansada y sus manos fueran muy débiles. Un día, la esposa, harta de la situación, habló con su marido, y juntos llegaron a una conclusión: "¡No podemos seguir así, lo rompe todo y está insoportable!". De modo que decidieron apartar una mesa más pequeña en un rincón del salón, en donde el abuelo comería a partir de ese momento, con cubiertos de madera. Todos los días, el anciano miraba al resto de la familia, y una lágrima rodaba a menudo por sus mejillas rendidas. Este hecho, lo observaba muy atento el niño de cuatro años.
Una mañana, el matrimonio estaba limpiando la cocina cuando reparó en su hijo, que jugaba en el patio con unos palos de madera. El padre, sonriente, se acercó hasta el crío, y muy alegre, le preguntó: "¿Qué haces?". El niño levantó la vista, igual de risueño, y respondió:
"Estoy haciendo unos cuencos y unos cubiertos de madera, para cuando tú y mamá seáis mayores, podáis comer en ellos."

'Las personas olvidarán lo que hiciste, o lo que les dijiste, pero lo que nunca olvidarán, es
cómo les hiciste sentir'.