Si
te paras a pensar en el tesoro que supone el tiempo, descubres las veces que
derrochamos instantes metalizados en monedas de oro; “pudimos ser héroes”,
decimos cuando un proyecto atraviesa el océano entero y muere en la misma
orilla; cuando esperas una llamada que nunca se produce o bien al permanecer
embelesado en el horizonte vacío de sombras que jamás lo cruzan. Por otro lado,
escuché hace poco que “el recorrido, a veces, es más valioso que el resultado
final”. Sin buscar el aplauso y el reconocimiento. A veces corremos contra el
crono para poder llegar más temprano, mejor preparados y en perfecto estado de
descomposición. Cuando la energía se esconde entre las costuras del sofá cuesta
mucho posicionarse de nuevo al frente de un velero. Pero lo haces. Lo vuelves a
hacer, y si fracasas, te vuelves a poner al timón. Sin lamentos. Con ansia. Y
ese momento en que empiezas de nuevo, es un nuevo tesoro descubierto en una
isla imposible de localizar en cualquier mapa. Vuelves a volver a volar.
Se
trata de eso. Si la vela se rompe, hay que volver a coserla. La quilla se
fabricó con ardor, por eso estará siempre tan intacta como deseemos. No podemos
inventar laberintos que nos lleven a espejismos en el desierto. Me propongo
seguir navegando, poner la sangre en los dedos encallados para que bailen de
nuevo al son de Juanita para elevar un nuevo repertorio a nivel de concierto. Así,
mientras las horas desfilan tras la ventana ralentizaré los minutos al calor de
un cenicero, cocinando metas entre notas de mimbre y golpes de ctrl + E. Me propongo recuperar lo perdido
en la vereda, rápidamente para que no se agote el tiempo y nosotros ante el
lecho vacío, nos encontremos velando al muerto.
Reventaremos
distancias a través de minutos y lugares y asumiremos el poder para manejar el
crono en la palma de la mano, sin una barrera que no se pueda saltar, engañando
con triquiñuelas al miedo. Aunque vivamos deprisa, siempre tendremos tiempo.
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