domingo, 8 de agosto de 2010

Segunda expedición




Amadeo está en la fila de asientos contraria a la mía, en el camino a casa tras otro viaje a Chipiona. Me he sorprendido mirándole embelesado, rescatando la semana tan maravillosa que me ha hecho pasar. Me encantan sus ojos color miel, grandiosos, clavados en la ventana mientras repite movimientos con la boca en una de sus estereotipias, inacabables salvo al darse cuenta de que estoy embobado, observándole en silencio. En ese instante, se ha reído una vez más.
Dicen que en la residencia donde vive no es el mismo que cuando viaja a la playa. Se sienta en la entrada callado, y sólo habla cuando pasa alguien para decirle que su madre le ha regalado un dulce grande. Con nosotros, sin embargo, no para de hacer el payaso con la misma ironía de un señor mayor encerrado en un niño.
Este paréntesis de arena y sol junto a él me ha acercado más a la persona que quiero ser; tras un tremendo trabajo de una semana duchándole, durmiendo con él, apoyándole en todo para que haga lo más posible, me doy cuenta de que sigue siendo una labor insuperablemente hermosa, a pesar de los años y el cansancio. Y me siento fuerte de nuevo. Tomo aire fresco para soportar lo que resta de este largo y asfixiante verano, mucho más tedioso de lo que hubiera imaginado al acabar mayo, con sus pinceladas de felicidad llenando todo el cuadro.
Intento explicarme entonces por qué razón llevo quejándome en todo este tiempo, teniendo todo lo que necesito. Suelo separar psicológicamente esta época del resto del año porque me parece especialmente intensa. Y en esta ocasión, la explosión de recuerdos de veranos ya muertos me impide escuchar el presente con claridad, a pesar de tener bien pegada la oreja. Me empeño en no dejar que una flor enferma envenene todo el jardín de bambalinas que veo todas las noches desde la distancia del sueño, mientras aquí a lo lejos, tengo otro jardín que cuidar cada día.
Lo cual casi me destierra de mi casa anterior y de mi jardín anterior.

Amadeo me interrumpe para preguntar cuánto falta para llegar a casa y decirle a su madre una y otra vez que le he regalado una camiseta. Me hace muy feliz que me abrace y me diga "te quiero mucho" con su voz diafragmática y engolada. Me da aire fresco a espuertas, insisto, para poder seguir adelante en medio de este calor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sabes...entré por casualidad y me sorprendistes!!!
me encantan tus palabras, los sentimientos que llevan...
no cambies!

Chesku dijo...

Muchas gracias señor o señora anonimo!!Me hace mucha ilusión que me lean y sientan algo, lo que sea. Es un placer. un abrazo