jueves, 12 de agosto de 2010

El cazador y la leona




Hubo una vez un hombre experto en la caza de toda clase de especies. Durante sus años de vivencias en el monte, había logrado apresar ejemplares bellos y hermosos, muy diferentes entre sí, pero con una cualidad común: eran rarísimamente únicos. La causa de esta enorme eficacia, era la dedicación casi exclusiva para este fin de aquel hombre, que cada noche, agazapado entre la maleza, llegaba a los lugares más inaccesibles, escondidos y misteriosos. Sus deseos de lograr el ejemplar de su vida no conocían techo.
Sin embargo, tenía un defecto. Cuando conseguía dar caza a un determinado animal, lo cuidaba con un cariño directamente proporcional a la rapidez con la que lo abandonaba. No quería quedarse con ningún ejemplar, por muy hermoso que éste fuera. Bien por no ensuciar la casa, o por la imposibilidad de cuidarlo, o por el clima, o porque simplemente, no tenía ganas. Sea cual fuere la razón, siempre había una buena excusa para dejar de nuevo solo al animal.
Una noche la suerte no acompañó al cazador, que estaba a punto de ver cómo los primeros rayos del sol irrumpían en el cielo, con su bolsa de cazar animales vacía. Cuando empezó a recoger todos sus enseres para marcharse a dormir, pudo sentir una presencia detrás de sí. Despacio y disimuladamente, cogió su arma y la agarró con firmeza, pero suavemente, como había que hacerlo. Al darse la vuelta y apuntar al bulto, resultó ser un increíble ejemplar de leona, pero con algunas diferencias más allá de las normales.
Su piel, bañada ya por la luz tenue del sol, era de un color no inventado, sus ojos desprendían un brillo azabache profundo, y su complexión era absolutamente perfecta, como de estatua milenaria. Su rostro desprendía tal serenidad, que el cazador fue bajando el arma poco a poco, obnubilado por aquel animal.
Decidió entonces acariciarle lentamente el lomo, a lo que la leona respondió con gestos de cariño, meneando la cabeza contra el cuerpo del hombre. Pronto iba a ser la hora del desayuno, de modo que ambos, leona y cazador, emprendieron el camino a su cabaña.
Tras ese desayuno conjunto, vinieron otros muchos, ya que el cazador se quedó con la leona permanentemente, olvidando por un tiempo su más preciada pasión.
Tras unos meses de tranquilidad cuidando de la leona, el cazador volvió a sentir ganas de salir de faena. Pero la leona lo miraba con recelo cada vez que hacía el amago de agarrar su arma, porque no quería que los animales del bosque tuvieran miedo nunca más.
Entonces él, empezó a salir clandestinamente mientras la leona dormía. Procuraba tardar poco y acudía a los lugares estratégicos con rapidez y muchos nervios. Por eso, nunca conseguía apresar nada. Cada vez que regresaba con las manos vacías, se quedaba mirando a la leona, que seguía recostada en la chimenea. Reflexionaba un momento, pensaba en su fracaso, y tras unos minutos, cuando la leona se relamía entre bostezos despertando y le miraba fijamente, ahí parado, su frustración moría en el momento. A pesar de la inactividad de su rifle, era feliz.

Cuando un mal día la leona descubrió el engaño, salió velozmente de la cabaña y se adentró en el bosque. El cazador nunca más supo de ella, y el resto de animales de la zona parecieron marcharse junto a la desilusión de la leona. El pobre hombre echó de menos al único animal que había acogido en su casa durante el resto de su vida.
En su lugar, eran ahora la ambición y la soledad las que dormían todas las noches recostadas en la chimenea.

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