Me
dio mucho asco que aquella vieja me tocara con su mano centenaria. No parecía
muy contenta de verme y no había terminado de pronunciar de nuevo el nombre de
Florita cuando cerré la puerta de golpe. Recuerdo que deseé con todas mis fuerzas
que mis señores me hubieran ordenado ejecutar al servicio. Me habría costado
mucho menos terminar con ellos que con mi flor de un día. Florita no solamente
seguía a mi lado; estaba incrustada en el centro de mi ser.
De camino mis párpados se rendían tras la noche en durmevela, pero el crepitar del carruaje me mantenía despierta. Medité sobre mi plan
impuesto y la necesidad de llegar a un atajo directo al hospital para enfermos
mentales, donde recientemente había ingresado a mi prima Lola. Escuché en el
barrio que andaba por las calles hablando de manera extraña, haciéndose llamar
con otros nombres hasta sepultar su propia identidad en las profundidades más
burdas de la locura. Pobre. Debía ir a verla pero necesitaba una excusa que
encontré en el escozor, en los bichos de toda clase, en la permanente obsesión
por la limpieza y la pulcritud. A salvo de toda infección. Flemática e hipocondríaca
me llamarían poco después.
Solicité una parada en una posada a las afueras de la ciudad para usar el baño. En la entrada, una señora aliviaba su sofoco con ademanes estrambóticos. Le pedí un poco de ungüento para mi
supuesto mal. Me lo prestó debatida entre la desgana y el escepticismo. Me
dio asco su boca invadida de arrugas, su mirada ignorante y su risa burlona. Miré
alrededor mientras me untaba la mezcla. Mis nuevas
manos de mujer penetraron en el ungüento y desviando su destino natural, presionaron con fuerza la boca y la
nariz de mi única acompañante. Sus ojos de agua me suplicaron piedad y yo recé
a los muchos santos que conocía para que alguien escuchara mis aullidos ebrios de
enfermedad. Mi cuerpo de muñeca tensó toda su musculatura varios segundos más
antes de que la vieja desfalleciera contra el asiento de madera. Al retomar el viaje, miré atrás por última vez y comprobé que los últimos tejados de Nápoles habían sido engullidos por el paisaje.
Algunos días después, cuando
los enfermeros me introdujeron en el patio del hospital encadenada bajo una
camisa de fuerza, pude girar la cabeza y observar cómo Lola perseguía su
chihuahua invisible por toda la estancia.
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