martes, 21 de agosto de 2012

σχίζειν-φρήν

El pueblo levemente iluminado por las farolas típicas de la Vera se encontraba en plena celebración religiosa. Los ritos se sucedían con el transcurrir del programa establecido y dejábamos que el ambiente nos envolviera. El aire de la montaña refrescaba la piedra de la plaza y se hacía necesaria “una manguita”. Entonces me llamaste.
Llevo dos días encarcelado en esa llamada. Me han condenado por ignorante. Por cumplir seis años y un día arrastrando un recuerdo que hasta ahora, mojaba las pupilas cuando se mostraba de súbito, como un personaje absurdo del pasaje del terror. En el teatro, trabajando en una oficina carente de adornos, en la isla, en una feria de pueblo… Siempre de golpe, volcando en cada aparición la esencia de lo que quedó del naufragio. Se salvaron libros fabricados a mano, figuritas indescriptibles, fotografías de vidas pasadas, y en una caja de cartón que suponía la última, envueltas en un sobre, hojas secas conservadas como una joya ciertamente valiosa. Con todo ello me encuentro ante la hoguera preparada para las brujas del lugar. Ésas que, con sus blasfemias y manifestaciones obscenas les roban la música a los niños y la paz a los hombres.

Vuelve la melodía de teléfono que no puedo recordar. Las risas que ese día me alegraron en aquella plaza se muestran ahora diabólicas. Casi no las reconozco porque se confunden entre ellas, no se dejan hablar, se baten en duelo con sus lenguas llenas de mentira organizada, disfrazadas de plan perfecto. Trajiste la melodía en bandeja, infectada de olvido, llena de saliva pútrida y venenosa. Como en una de esas historias griegas que nunca sitúo, cuyos dioses y hombres se mezclan en una bacanal de tragedia, entraste en mi casa ayudado por la clandestinidad de la noche, ebrios los sentidos, rota la cordura. Ocultado bajo una inmensa máscara, para que se te viera bien desde el último asiento de la platea, abriste la última caja de cartón. Cinco palabras pronunciadas a medias desde tu eterna cobardía sin aire, bastaron para el clímax inesperado. De reojo, vi cómo ella sonreía en el palco sujetando sus prismáticos para no perder detalle. El epílogo se componía de un teléfono, cuya melodía no puedo recordar y del cual resurgían de nuevo las risas que se amontonaron en la puerta de la habitación. Terminaba la épica, comenzaba la esquizo-frenia.

El héroe caído quedó ausente. Las ruinas que de nuevo decoraron su casa vigilaron su duermevela, atrapado en una cárcel de papel y alambre, con los ojos llenos de norte, con la condena dictada, la cama revuelta y la locura perfectamente ordenada. Aquella noche no soñó con brujas obscenas. No soñó con la bruma pesada de las madrugadas de este agosto vacío. No pudo ver las velas rasgadas de su nave. No tuvo pesadillas, ni habló solo entre espasmos al bajar un bordillo. Le fue imposible vislumbrar su Arcadia, agonizante durante años, hundida ahora muy lejos en la distancia, muy profundo hacia el sol terrenal. Aquella noche, simplemente no soñó nada.

A la mañana siguiente, tu cobardía se hizo ausencia. El héroe se tumbó en una playa hecha de escombros. A lo lejos divisó una rosa de espuma que se batía con la muerte en la misma raya del horizonte. Comprendió que era tu conciencia, que agonizante, destrozaba en mil pedazos el espejo del mar.  

De lo que fue, cenizas…”, sentenció.

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