viernes, 17 de agosto de 2012

La de verdad


Bajo el rumor de las horas, perenne, llenando el aire de sinergias, permanece desnuda de toda cortina oscura. Se muestra valiente y decidida. La verdadera, la que conviene tener siempre presente, decide acompañarte si te esfuerzas en mantenerla. No entiende de distancias ni curvas, no analiza tu actitud postrándote en un estrado de juzgado de guardia, te acepta; no convierte una opinión moral en decreto ley, le basta con fortalecer su mirada en la tuya; se enorgullece de combatir los años como un guerrero antiguo, se cuida de cruzarse con asesinos a sueldo sumergidos en la impunidad de la gran urbe. Modela con las yemas de los dedos labios en creciente menguante a punto de desfallecer, creando una composición repleta de perfectas imperfecciones.
La de verdad no desfallece nunca. Inventa juegos absurdos que viven el tiempo, canta tumbada en sol mayor a la hora del té helado; repite sin falta todos los errores con cuidado de no dejar ninguno atrás, duerme a tu lado fabricando andamios bajo la almohada; adora posarse en cada obstáculo para levantarlo a tu paso, es una gárgola que vigila tu camino desde su altura. Es una rosa única entre todas las rosas iguales; te lanza como una cometa para que vueles sin alas, sujetando tus piernas para cuando decidan pisar en tierra firme.
Es la que todo el mundo se preocupa en demandar mientras ella aguarda en el centro del campo de batalla, esperando que alguien se decida a rescatarla. Permanece cuando mira de frente, cuando discute, cuando llora en un hombro extraño, cuando observa amaneceres distorsionados en silencio. Mantiene sus ramas fuertes, al cobijo de alientos envenenados de halitosis; no separa, no barre la casa de nadie ni se obsesiona con el diente del caballo. Es agua clara que te concede tu propia imagen, baja ebria de espuma de la montaña, grita de alegría tras la escena eterna mientras esculpe sin descanso sonrisas etruscas.

La única que comprendo es aquella que apaga las velas de una tarta desde miles de kilómetros, la que comparte arrugas admirando obreros; esa que tiene siempre a mano un cigarro, una cuerda nueva de guitarra, un asiento a tu lado para observar cómo se derrumba el mundo.

Para que nunca se vaya, solo hay que mantenerla envasada al vacío en lugares húmedos, libres de humo. Si se lo pides, acampa contigo bajo cualquier puente y desayuna después en un gran resort. Mientras acumulamos billetes en la cartera, estación tras estación, es la única que nunca te abraza por última vez en el vestíbulo; nunca se despide, nunca te emplaza.  
Porque si quieres, si tus vísceras más profundas te lo exigen, nunca se marcha. 

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