Piensa que los naufragios son sinónimo de supervivencia, por mucha miseria que puedan ocasionarle. Al infierno se baja solo, ha escuchado en labios de otros tiempos. La soledad impuesta, esa que penetra anudando el estómago, parece haber apagado su volcán. Esa soledad que irrumpe en cada una de las vidas de todo el mundo en alguna ocasión y casi siempre sin reservar antes. Esta mañana ha llegado. Y cuando eso ocurre, te atrapa fuerte con sus dedos de plomo y te arrastra hasta el fondo. Solo con ella, “al infierno se baja solo…”.
En
una orilla cualquiera descansa ahora tu cuerpo sin aire. Harta de tus
rencarnaciones, de tu mala suerte, de tu buena muerte. Ya has gastado seis
vidas. Temes que esta playa se convierta en tu ataúd de arena. Tu pelo
despeinado por la marea te cubre los ojos llenos de sal y memoria. Ya cesó el
vaivén de la quilla que te atraviesa. El crepitar de la madera de tu cubierta,
las armas en alto, el trabajo duro. Se queda muda la palabra y el llanto se
abre paso entre las velas como una lluvia de verano: violenta, sabia, muy
caliente.
Siendo
consciente de tu respiración, decides quedarte tumbada. El agua de espuma te
acaricia los pies. Decides que vas a cerrar los ojos. Piensas en el final del
camino. ¿Tendrá norte esta isla? Te sientes orgullosa de soportar el silencio,
roto únicamente por el rumor de las olas. Para distraerte juegas con tus dedos
a hacer hoyos que reciben cimientos, labras una nueva tierra, dibujas nuevas
siluetas desnudas… Al caer la tarde, plantas de nuevo tu raíz, esa que “parió entre atroces sufrimientos la primera
bandera republicana, mucho antes de que Mariana Pineda fuese engendrada”.
De
repente, todo vuelve a suceder porque todos, también tú, tenemos un monstruo
milenario. Y siempre se eleva sobre sus propias cenizas.
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